Había una vez una madre que guardaba botellas vacías.
Cada día hacía lo mismo, esperaba tenerlos dormidos, los niños, les dejaba un beso en la frente, los arropaba, les ajustaba la puerta y encendía una lucecita del pasillo para que no tuvieran miedo.
Cada día del mundo. Y cada diez, después de pulsar la lucecita «asusta-demonios», prendía la de la despensa.
Pasaba el pestillo, abría y respiraba los efluvios húmedos que le llegaban desde el fondo, escaleras abajo, donde estaba el armario y las botellas. » Continuar leyendo «