Una noche nevaba en Igualada. Vísperas de Navidad.
Las luces de las calles humeaban de frío y la gente caminaba encogida por la rambla.
Cada uno buscaba inquieto su hogar caliente y acogedor, hasta que, a media noche, se cerró la última cerradura de la última puerta y la ciudad quedó completamente desierta.
Silbaba el viento en medio de los plataneros que hacían filigranas para sostener la nieve.
Los copos se columpiaban, calmosos, caían desde el cielo infinito escogiendo con paciencia el lugar en el suelo donde ponerse.
Silencio. Más silencio y un chasquido.
De la punta de la aguja del campanario de Santa María prendió una chispa.
Y entonces, volvió a pasar.
Lo vieron los ojos del Marcos que miraban desde una ventana con la punta de la nariz pegada al cristal helado.
Y también lo notó abuela del primero que se levantaba, pesada.
La chispa hizo destellos de tres colores, muchos.
Las chispas se esparcieron fachada abajo.
De Santa María a la plaza del Ayuntamiento, bajo las arcadas, por Santa Anna y hasta el rec.
Y dejó de nevar,
Y vinieron Ellos.
Ángeles pequeños como mariposas blancas, cientos.
Miles de alas minúsculas, sacudiendo purpurina. Revoloteando. Deslizándose. Escurriéndose. Buscando fisuras, ranuras, agujeros. Entrando en las casas, buscando personas.
Como siempre hacen.
Es lo que hacen los angelitos de Navidad cuando vienen porque alguien, de verdad, les rogó.
Una noche de invierno en Igualada.
Un niño pequeño que se llamaba Marcos sentía añoranza.
Se durmió con el llanto, al pie de un ventanal, esperando y deseando.
Hasta que, más allá de medianoche, besos como infinitas plumas le hicieron cosquillas en la frente y le devolvieron la paz al corazón.
Lo vieron dos palomas que se arrinconaban acurrucadas.
Y también una señora, la del primero, que sonrió por él.
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