Había una vez una madre que guardaba botellas vacías.
Cada día hacía lo mismo, esperaba tenerlos dormidos, los niños, les dejaba un beso en la frente, los arropaba, les ajustaba la puerta y encendía una lucecita del pasillo para que no tuvieran miedo.
Cada día del mundo. Y cada diez, después de pulsar la lucecita «asusta-demonios», prendía la de la despensa.
Pasaba el pestillo, abría y respiraba los efluvios húmedos que le llegaban desde el fondo, escaleras abajo, donde estaba el armario y las botellas.
La madre de un millar de sonrisas, cada diez días justos, arrastraba la cola del camisón por aquellos escalones, de puntillas, sin hacer ruido.
Bajaba encogida de escalofríos, se paraba unos segundos ante la fresquera, abría la puerta y escogía una. Una botella vacía de tantas.
No podía precipitarse, necesitaba acertar la medida.
La destapaba y con las dos manos enlazadas en el entorno, la llenaba de lágrimas.
Las vertía dentro, en silencio, con paciencia, con mucho cuidado, de una en una, hasta hacerla rebosar.
A pesar de la meticulosa selección, la colmaba casi siempre.
Había una vez una madre que tenía sacos llenos de palabras dulces y de abrazos sanadores. Sacos que desataba a menudo y de las que repartía todo el amor que era capaz de dar.
Y también tenía otro saco.
Uno que anudaba de vez en cuando. Un nudo sobre el otro, y otro y otro y otro.
Un saco viejo y sucio donde ella metía a escondidas y de noche, aquellas botellas llenas que subía de la despensa.
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Que madre no ha guardado lágrimas a escondidas? deberia existir una lucecita asustademonios para nosotras…quizás estaríamos mas tranquilas.
Precioso el relato. Gracias.