Un Coticab es un monocular largo y delgado como un lápiz que mete en la oreja y sirve para leer los pensamientos.
Mi abuela Teresa tenía uno y no se separaba nunca de él. Se lo descubrí a contraluz, en la cocina, mientras le bailaba dentro del bolsillo derecho. (Ummhh, quizás era el izquierdo.)
La abuela era medio bruja, que se lo pregunten sino a los de su pueblo, Copons.
Medio, tan sólo. La otra mitad se servía de instrumentos como estos. Tenía un baúl lleno, arriba en el desván. Cerrado con siete cerraduras, de siete llaves: Una, dos tres, cuatro, cinco, seis y siete. Distintas.
Pero el coticab, no. El coticab lo llevaba siempre encima.
El coticab de la abuela era de cobre brillante, antiquísimo y lo utilizaba de noche, mientras dormíamos. Y es que ella no parecía tener nunca sueño .. abrieras cuando abrieras los ojos la escuchabas transitar. Impasible, con su mirada de gato, transparente y vigilante.
Fue una noche de rayos y truenos que la descubrí, hurgando con delirio los pensamientos de mi padre, su hijo.
Tan absorta estaba que no notó mi insignificante presencia. No me veía.
Al terminar se contrajo. Se sentó en una silla y se hizo tres dedos más pequeña de lo que era.
– ¿ Yaya?
Plegó el coticab y pasando por mi lado sin advertirme, atravesó el portal para salir a la calle de donde no volvió hasta que hubo amainado y se hizo de día.
Y desde entonces … os lo diré, desde entonces …
ya nunca más, nunca más, nunca más ….
nunca más de la vida, pude encontrar la sombra del coticab meciéndose en su ropa.
¿Que debió ser de él?
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